El jaque mate a todas las pandemias

Voy a cantar una copla / por si acaso muera yo, / porque nosotros los hombres / hoy somos, mañana no.

Es una antigua vidala argentina, compuesta y moldeada por infinidad de cantores. Tiene la ciencia del sentido común, la sabiduría que le da el hecho de haber sido cocinada por la comunidad.
La que se enfrenta a la muerte, en esta canción, no es una persona con nombre y apellido, de la cual podamos decir “ese no soy yo”. Es una mujer o un hombre común, alguien que tiene todos los nombres, que es cualquiera de nosotros.
Esa mujer, ese hombre, tiene frente a la muerte un arma invencible: su copla. Canta su copla, y la planta, viva, en la comunidad. De hecho, ¿cuánta gente ha cantado esos cuatro versos ya? Tienen dos o tres siglos, y saltan hoy en el buscador de la computadora, vivitos y coleando. Me pregunto: ¿en cuánta gente esos versos están presentes, desafiando a la muerte?
“En el hijo se puede volver, vivo”, dice Lima Quintana en la “Zamba para no morir”. Una copla, un hijo… Dos ejemplos de lo que puede hacerse durante el transcurso de una cuarentena, entre muchos otros.
Es que la pandemia no es más que una foto ampliada, un zoom, de la situación humana en general. Cuidarnos para no morir no es algo que hayamos inventado ahora: la cuarentena es pariente de que las vacunas, los antibióticos, las transfusiones o los trasplantes. La única diferencia es la dimensión, la foto: todo el planeta, al mismo tiempo, se encierra con llave, y trata de fabricar un remedio que todavía no existe.
Tanto nos cuidamos, tanto esa foto nos asusta, que se nos pierde el camino de salida más importante que tenemos. Y es que, mientras no llegue la muerte, por coronavirus o por lo que sea, mientras estamos vivos, tenemos el campo abierto para hacer las cosas propias de la vida. El camino libre para hacer lo que hace el Eros griego, o el Dios judeo-cristiano-musulmán: construir, crear.
Es necesario y sano defendernos contra la muerte. Pero, como observa el psicoanálisis, si nuestro tiempo se consume en esa tarea, estamos perdidos. Es imprescindible que nos entreguemos al placer de vivir, es decir, de producir, crear, modelar, construir, crecer, aprender. La muerte sólo retrocede frente al placer de la creación: el coronavirus puede ser evitado por la cuarentena, pero lo único que lo derrotará será un acto creativo: la creación de su vacuna.
Claro: para muchos de nosotros, el margen de acción que nos deja la cuarentena resulta mezquino, intolerable. Lo primero que nos viene a la mente es lo que no podemos hacer. Es mucho más difícil descubrir lo que sí podemos todavía, o lo que hemos empezado a poder gracias, justamente, al confinamiento.
Nuestra reacción de enojo o de rendición frente a la pandemia interminable, es inmediata y previsible: le sucede a quien pierde el trabajo, a quien queda atrapado en una guerra, a quien está obligado a emigrar, a quien se ve privado de una parte de su cuerpo, a quien es traicionado por la persona que ama, a cualquier víctima de una persecución. Lo más difícil es el paso siguiente: aceptar la privación. Y el siguiente: preguntarse: a partir de este casillero al que me ha arrojado el destino ¿cómo y hacia dónde se puede volver a avanzar?
La capacidad para dar esos dos pasos vitales es lo que la psicología llama resiliencia. Construir resiliencia es uno de sus principales campos de aplicación, uno de los objetivos para los que sirve una terapia.

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