Escritura y huellas digitales

Por qué escribir es uno de los derechos humanos: el derecho a ser comprendidos por todos, y a ser diferentes de cualquier otro.

Cada uno de nosotros tiene un rostro y un cuerpo más o menos parecido al de los demás seres humanos. Tanto es así que muchas veces nos confunden con otra u otro. Inclusive, podemos hacernos pasar por alguno de nuestros congéneres, y hasta nos divertimos en imitarnos mutuamente. Pero cuando la cosa se pone seria: cuando hay que dejar bien seguro al otro acerca de quiénes somos, un solo pedacito de piel nos identifica: las huellas digitales. Podrán ser todas parecidas, pero seguro que nadie, ni ayer ni hoy ni mañana, las tendrá iguales que yo.
La huella digital registra que alguien es único. Pero no registra si es realmente una persona. Se necesita comprobar que ese individuo comunica, siente, decide, pregunta, se sorprende. Es lo que buscamos en nuestros bebés: que nos respondan con mensajes: movimientos, cambios de postura, ruidos, balbuceos. Cuando los recibimos respiramos aliviados, porque sabemos que nuestro bebé ya es una persona. Sin embargo, todavía le falta algo esencial, que lo haga diferente de todos los demás bebés de este mundo.
Le faltan palabras. Sólo cuando el nene comienza a hablar sabemos que está sacando carnet en el club de los hablantes, sabemos que se ha apoderado del código que todas las personas usan, pero que nadie usa igual que nadie.
En efecto, nuestro lenguaje es colectivo pero también individual. Podemos compartir muchos grupos, pero seremos, a pesar de eso, distintos. Tenemos modos particulares de razonar, comer, gesticular, tomar decisiones o dormir. Tenemos también historias originales. Y hay algo más profundo que nos diferencia, algo con lo cual construimos todas nuestras actividades. El lenguaje. También en el lenguaje somos profundamente únicos; a pesar de que millones de nosotros hablemos español o inglés o chino, cada uno de nosotros habla y escribe de modo particular, diferente al de cualquier otro ser humano, presente, pasado o futuro.
Se nota en nuestra pronunciación, en el vocabulario que elegimos, en la estructura que damos a nuestras oraciones. Por ejemplo, José dice “hicieron lo que tenían que hacer” por decir “hicieron el amor”; Lucía empieza sus réplicas con “¡no! ¡calláte!” justo cuando quiere expresar que coincide con lo que acaba de decir su interlocutor; Adela, cuando quiere decir “gran cantidad” dice “nueve millones”, como en “hice nueve millones de cosas esta mañana”; Luis emplea la expresión “tiene que ver con” como un comodín, con significados tales como “porque”, “lo que sucede es que”, “también”…
El uso particular del lenguaje, elaborado por cada persona humana individual, tiene un nombre en Lingüística. Se llama idiolecto.
El idiolecto de cada uno de nosotros nos ayuda a decir nuestros pensamientos, nuestros sentimientos, nuestra visión del mundo, nuestros conocimientos y nuestras vivencias.
Cuando nos vamos de este mundo, nuestro idiolecto, precioso por único y original, puede perderse para siempre. Si queda conservado de algún modo, se salva, es usado por los demás y se va incorporando a la cultura.
La forma de conservar nuestro idiolecto es dejar grabados los textos que construimos durante la vida con él. Podemos grabar nuestros textos oralmente. Pero la única forma de que la grabación sea decantada, meditada, verdaderamente fiel a nosotros mismos, es la grabación escrita.
La escritura es el recurso privilegiado, para que nuestro idiolecto, y los textos que fabricamos con él, se conserven, para siempre.
Por eso, uno de los derechos humanos es el derecho a escribir. Es decir, el derecho a definirnos como personas, y a vencer a la muerte.

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