¿Hablo o no hablo?

Muchas veces nos encontramos con personas que, aunque no se den cuenta, viven (si eso es vida) con un candado en la boca.

Caso típico 1. Alguien nos cuenta: “El otro día el novio de mi hermana, en la cena, dice: ‘Todos esos que viven tirados en las veredas son haraganes, que viven de arriba.’ Yo tenía ganas de decirle: ‘Te quisiera ver a vos, nene de mamá, te quisiera ver desocupado, enfermo, viejo, o viviendo en la villa, a ver cuánta energía tendrías para buscar laburo’.”
Nosotros nos quedamos pensando (porque tampoco nos animamos a hablar): “Si tenías ganas de decírselo, ¿por qué no se lo dijiste?”
Caso típico 2. Escuchamos lamentaciones del estilo siguiente: “El administrador del consorcio es un ladrón: infla las expensas al doble”. O: “No puede ser que en este país yo no pueda decir lo que pienso”. O: “Los chicos están en la escuela ocho horas, y no saben ni cuánto es dos más dos”. O: “El intendente es un corrupto; se lo pasa rompiendo veredas, pero el hospital es una ruina.”
Nosotros nos preguntamos: el tiempo y las palabras que se gastan en esa protesta solitaria ¿no podrían aprovecharse también para algo más eficiente?
En ambos casos nos encontramos con el candado en la boca del que habla. Apenas deja abierta una ranura, que deja pasar solamente la queja.
Porque, si hay solución, no va a empezar a aparecer hasta que no busquemos un interlocutor apropiado e intentemos hablar sobre el tema: los propietarios de nuestro edificio, los medios de comunicación y las redes, los docentes y directivos de la escuela, los funcionarios del municipio, etcétera.
Ahora: en cuanto intentamos hablar, aparecen los problemas:
—¿Y si no sabemos con quién hablar, o el acceso a esa persona es difícil?
—¿Y si no sabemos cómo decir o cómo escribir lo que queremos?
—¿Y si nuestro interlocutor se enoja con nosotros y resulta que es demasiado poderoso? Puede ser que nos agreda, que nos haga quedar como tontos, que tome algún tipo de venganza.
—¿Y si, después de todo el trabajo que nos tomamos para tratar de justificar nuestra inquietud, nuestro interlocutor nos ignora? ¿Si, simplemente, no nos responde, o nos dice a todo que sí como a los locos, pero sigue diciendo y haciendo lo mismo? Sufriríamos la descalificación, el desprecio.
—¿Y si, por meternos en polémicas, perdemos un tiempo precioso, y producimos un daño indirecto en nuestras actividades individuales: nuestro trabajo, o las relaciones con las personas que queremos?
Estas preguntas se arremolinan en nuestra mente. Y enseguida empezamos a inventar razones para quedarnos callados. Es inútil: nada vamos a conseguir. Es así: el otro —desde nuestra hermana hasta el intendente— no va a cambiar porque nosotros digamos algo. El mundo está hecho así, y hay que bancárselo.
En ese momento es cuando quedamos liquidados. Porque nosotros somos hombres y mujeres en la medida en que hablamos. Porque no hay palabra que digamos que no produzca efecto en alguna otra persona, aunque parezca de madera, o distraído, o demasiado importante, o no esté ahí en el momento.
Muchos hombres y mujeres han abierto espacios en el mundo gracias a la palabra: Bob Dylan, Teresa de Ávila, Ghandi, Angela Merkel, y millones de padres, madres, hermanos y maestros anónimos. No todos ellos han sido genios, ni han sufrido en la cruz por ello.
Animémonos. Y si, en un primer momento, nuestro mensaje nos parece apresurado, o mal hecho, o excesivo, o demasiado débil, no importa. Ya lo iremos mejorando.
Peor es ser mudo, y esclavo.

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