Miedo de hablar. ¿Cómo enfrentarlo?

Nuestro miedo a hablar viene de ciertas fantasías que nos paralizan. ¿Cómo distinguir ese miedo de una preocupación y un cuidado lógicos y constructivos? ¿Cómo comprender y manejar los fantasmas?

Ubiquémonos en situaciones reales: un jefe debe dirigirse a sus subordinados para plantearles tareas de modo tal que se cumplan, un docente inicia su temporada de clases con un grupo nuevo de alumnos, un padre o una madre tienen un asunto delicado que hablar con su hijo, un empleado necesita pedir aumento salarial a su superior, un vendedor intenta convencer a clientes dudosos de las bondades de su producto, una abogada debe lograr que un juez absuelva a su defendido, un hombre quiere proponerle matrimonio a la mujer a la que ama…
Cuando se nos presentan ocasiones de ese tipo, nos preguntamos cómo va a reaccionar el otro frente a nuestras palabras. En consecuencia, revisamos nuestro discurso para ver si es claro, o pensamos en cómo es nuestro interlocutor para poder decirle lo que conviene. Hasta ahí, todo es normal, útil; genera expectativa y preocupación, pero no miedo.
El miedo se cuela cuando imaginemos otro género de cosas. Que nuestro interlocutor se va a enojar con nosotros, que se va a reír de lo que le decimos, que se va a distraer, que va a dejarnos plantados.
Prestemos atención a esas conjeturas desagradables. Veremos enseguida que no se corresponden con la situación real: no son temores de que nuestro discurso esté mal preparado, o de que el otro pueda tener problemas para escucharnos. Se trata del miedo a que el otro nos ignore, nos ridiculice o nos agreda de algún otro modo, por aburrimiento, envidia, miedo, enojo, incapacidad intelectual, o cualquier otra actitud desfavorable.
La preocupación por preparar nuestro discurso nos hace bien. Por el contrario, la fantasía de que nuestro oyente es un juez castigador, y el miedo consiguiente, nos hace mal: nos traba, nos hace olvidar lo que queríamos decir, nos produce tartamudez, sofocamiento y otros síntomas, nos hace adoptar tonos agresivos o falsamente débiles, y nos impulsa a no hablar, o a salir corriendo luego de un discurso pobre y apresurado.
¿Qué hacer para enfrentar el miedo a hablar?
Ante todo, saber que podemos reducirlo seriamente, aunque no consigamos vencerlo ni de golpe ni del todo.
En segundo lugar, centrarnos en el mensaje en sí mismo. Es decir, dedicarnos seriamente a preparar nuestro discurso. Pensar en qué vamos a decir, y escribirlo, en forma más o menos detallada según el tiempo que tengamos. Grabarnos, ensayar el texto diciéndoselo a alguna persona que nos sirva de árbitro, y perfeccionarlo con las ideas que se nos ocurran. Eso llevará a nuestras emociones a enfocarse en la construcción del texto, y aplacará las fantasías persecutorias acerca de nuestro oyente.
En tercer término, estudiar ciertos rasgos específicos de nuestro interlocutor: qué necesita, qué problemas lo persiguen, qué capacidad de comprensión tiene, “dónde le aprieta el zapato”, como suele decirse. Eso nos ayudará a considerarlo como un ser humano, no como un superhombre, un monstruo, un espíritu maligno ni un imbécil. Un ser humano, o un grupo de personas, con sus posibilidades y sus problemas.
Por último, la pregunta crucial. “¿Qué necesita mi oyente y yo le puedo brindar?” “En qué situación está mi oyente y qué puedo hacer para cambiarla?” Estas preguntas nos colocan en pie de igualdad con él. Nuestro oyente puede ser un amigo, un adversario o un desconocido imprevisible; pero nunca es nuestro dueño.

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