Políticos y Psicólogos: una alianza estratégica

Los líderes políticos, por encumbrados y adulados que sean —desde el intendente de un pueblito hasta personajes tales como Milei, Putin, Trump, Xinping, Orban, Jamenei o Díaz Canel—, son seres humanos. Necesitan de un médico clínico, y también de un psicólogo.

Sólo un psicólogo competente, y absolutamente centrado en su enfoque profesional, puede curar o prevenir patologías que asaltan a cualquiera que tenga poder en sus manos. Evitará así el sufrimiento de mucha gente. También aliviará el sufrimiento del propio líder —porque no vayamos a creer que el político que hace sufrir a la gente lo saca barato; al contrario: aunque sonría en las fotos, sus víctimas se cuelan dentro de su aparato psíquico y lo trastornan, quitándole lucidez y volviéndolo aún más dañino.
“Quos Iupiter perdere vult, prius dementat”, decían ya los romanos, y tenían razón: “A quienes Júpiter quiere destruir, primero los vuelve locos”.
El poderoso sin asistencia psicológica puede ir convirtiéndose —como decimos en lenguaje popular— en un “elefante en un bazar”, que rompe lo que toca; o, peor, en un “mono con navaja”, un insensato torpe y temible.
En general, todos nosotros hemos pasado en la vida por una época en que gozamos la experiencia del poder absoluto: normalmente, el primer año de vida. En ese entonces el placer se nos daba sin que lo buscáramos; o bien, bastaba abrir la boca y pedir para obtener la satisfacción. Había personajes que orbitaban en torno a nosotros, atentos a nuestras quejas, tratando de encontrar qué deseábamos, para dárnoslo. Vivíamos sin preocuparnos por los deseos de los demás, y, llevados por esa situación, era normal que nos creyéramos el centro del mundo. Frente a nuestros deseos, la situación de los demás o las condiciones de la realidad no contaban, eran cosas que resolvían nuestros padres sin que nos diéramos cuenta. Éramos monarcas absolutos.
En la primera infancia, esa situación era normal y necesaria. Pero años después, convertido ya en adultos, hemos aprendido que todo no se puede, y que la felicidad, en el amor y en el trabajo, pasa por el intercambio entre personas libres, con iguales deberes y derechos.
Ahora bien: ¿qué pasa cuando un adulto se vuelve realmente poderoso, y tiene la facultad de disponer, en mayor o menor medida, de la vida y los bienes de los demás? Es el caso de las personas que acceden al poder político. ¿Cuál es el peligro psíquico? Que regresen, a nivel inconsciente, a aquella etapa infantil. ¿No vemos, acaso, gobernantes que se creen omnipotentes y eternos, que ponen al pueblo al servicio de sus intereses y caprichos, que obligan a sus gobernados a cantar su nombre y saludar su imagen, a adoptarlos como modelos, a inyectarse su ideología, a entregarles a sus hijos como trabajadores y soldados, a engrosar el tesoro del gobernante con el dinero que necesitan para vivir? Hay políticos así de megalómanos, niños monstruosos, que no pueden medir su poder real, limitado y efímero.
La misión del psicólogo es que el político pueda pinchar el globo ilusorio de la omnipotencia. La simple acumulación de poder produce una triste felicidad parcial y efímera (perversa, en el sentido psicológico del término); como la acumulación de comida en el obeso o de droga en el adicto. El político será feliz sólo cuando vea prosperar a la comunidad a la que sirve, cuando la gente lo salude por la calle, lo respete sin miedo, lo busque sin propaganda, y se olvide de él, agradecida, para dedicarse a crecer, y redescubrirlo a través del progreso de la comunidad entera.

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