Superman, Wonderwoman y nosotros

—Yo quiero la obra maestra, el amor absoluto, la tarjeta infinita, la mano mágica, el cuerpo perfecto, la inteligencia genial, la percepción infalible, los hijos superdotados y la victoria total.

—Yo también. Pero ningún ser humano ha conseguido cosas así.
—¿Cómo que no? ¿Y la teoría de Einstein? ¿Y el psicoanálisis? ¿Y la inteligencia artificial? ¿Y la ingeniería genética? ¿Y el fútbol de Messi, o de Ronaldo?
—La verdad es que no. Los prodigios deportivos dejan de brillar al cabo de un tiempo; admiramos sus imágenes, pero, mientras tanto, comenzamos a prestar atención a los jugadores nuevos, que a veces superan a sus predecesores. Las maravillas científicas y tecnológicas, por mucho que hayan revolucionado nuestra vida, también son superadas finalmente por otras; podemos estar agradecidos al primero que amaestró el fuego, o a Copérnico o a Freud, pero viene siempre un día en que nuevos inventores, apoyándose en ellos, vuelven a movernos el piso. Y hay otra jugarreta que nos hace el tiempo: el desgaste, el olvido, el descuido, la torpeza destructora: ¿cuánta ciencia y filosofía y música y literatura y construcciones y pintura y juguetes y utensilios se han perdido sin remedio, en incendios, guerras, purgas, terremotos?
—¿Y el David de Miguel Ángel? ¿Y la novena de Beethoven? Esas son obras perfectas, y además vencen al tiempo.
—Es verdad, todavía vencen al tiempo. Pero lo que queda por discutir ahí es ese concepto de “perfectas”. La idea de perfección es diferente en cada época y cada cultura. Por otra parte, los mismos autores de obras como esas, en el momento de trabajarlas, no buscaron hacer nada “perfecto”, sino algo que fuera muy hermoso para ellos y para otros, donde pudieran darse el gusto de emplear su creatividad y sus herramientas.
—Bueno, supongamos que estoy de acuerdo. Pero me pone triste. Si se me caen los ídolos, ¿en qué quedan mis proyectos?
—A mí también me pone triste. Somos tan ordinarios, tan comunes y corrientes. Y sin embargo, andamos siempre soñando con ser, o con hacer, algo maravilloso. ¿Sabés? Cuando llego a esta encrucijada, hay dos cosas que me levantan el ánimo y la fuerza.
—¿Darte con algo? ¿Inyectarte el celular?
—No. Son dos ideas, pero me estimulan más que todo eso.
—Dale. A ver.
—La primera es que estoy condenado a ser original: no hay, ni hubo, ni habrá, en la humanidad, nadie igual que yo, nadie con la misma combinación genética y ambiental. Pero entonces, si trabajo para desarrollarme, hay cosas que sólo yo podré hacer y decir, que solo a mí se me van a ocurrir. Nadie hablará ni amará ni trabajará como yo, con la diferencia específica de mi persona. Lo que yo no fabrique, nadie lo podrá fabricar; se va a perder para siempre. Nadie dará el beso que yo daría, limpiará la escalera como yo la limpiaría, escribirá la novela que yo escribiría; todos los besos, limpiezas y novelas de otros serán, sin remedio, distintos. Y la segunda idea me abre el futuro. Qué suerte que nunca seré perfecto, porque eso me permite ser cada vez mejor. Qué suerte que ninguno de mis trabajos ni mis amores son perfectos, porque, entonces, cada vez voy a poder producir obras y días más diversos, interesantes, profundos…
—Pero vas a cometer errores.
—Esa es la idea, justamente. Lo bueno de la condición humana es que el amor, la tarjeta, las obras, los hijos y la inteligencia no llegan a ninguna perfección. Siguen creciendo. Un ensayo, un error, un aprendizaje; y así. Sólo habría que buscar una cosa.
—¿Qué?
—Que el próximo error sea, siempre, más interesante.

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